EL MARTILLO DE ADONAI (Anécdota)

Como referí en la entrada anterior, este relato, «El Martillo de Adonai», viene a ser una suerte de complemento de «Retazos de una Estación». Así que para contar la historia regresaré un poco hasta los inicios de aquel segundo semestre, en que retorné a la universidad, y narrar lo que ocurrió por aquellos días y que “nadie captó entre líneas”…, mejor dicho, lo que no «revelé»

Apenas comenzaron las actividades del nuevo semestre que en cierto modo volvía a ser el primero para mis compañeros y yo claro está, poco antes de que me planteara la idea de marcharme de forma definitiva, me topé de nuevo con un personaje que al principio y en ocasiones, me saludaba en clases con un tímido menear de cabeza. A este compañero lo apodaré Frank para no aludir a su verdadero nombre. A veces, Frank solía hacerme preguntas durante la asignatura de inglés, cosas como si sabía el significado de una que otra palabra. Casi siempre lo veía pasearse, sin compañía, por el claustro universitario, aguardando el comienzo de la siguiente hora de clases. Muy rara vez, por no decir nunca, lo veía platicando con las compañeras de clases o frecuentando algún grupo de amigos, mi compañero y yo habíamos advertido que prefería quedarse solo a esperar a que comenzara la siguiente hora de clases. «Ahí viene bicho raro…», escuchábamos en algunas ocasiones que alguien murmuraba, y luego miradas de complcidad. Al parecer tenía problemas para socializar, bueno, eso era lo que suponíamos. Mi compañero o yo nunca mostramos interés o curiosidad de saber el motivo por el que no buscaba integrarse con los demás chicos, pues de solo apreciar aquella peculiar conducta de aislarse del grupo, uno se reprimía de preguntar.

A medida que fueron transcurriendo los días, Frank buscaba comunicarse más y preguntar cuestiones relacionadas con alguna asignatura tal vez porque notaba que ni mi compañero o yo seguíamos el jueguito de las burlas a los demás chicos la confianza fue creciendo hasta que un día me confesó que era cristiano evangélico. En ese momento me figuré que esa podría ser la razón de su aparente misantropía. Como era de suponerse, en cuestión de días el resto de los compañeros de clase advirtieron aquel extraño aislamiento, digamos que, consciente y elegido, puesto que nada le impedía compartir con los demás. Aquella suerte de «arisquez», por decirlo de algún modo, incitaba a los chicos a especular todo tipo de adjetivos acerca de su persona, y en ocasiones a murmurar apelativos ofensivos… sé que ninguno de aquellos estereotipos le iban, pues ni era un bicho raro ni nada que se le pareciera. A mi modo de ver, Frank sencillamente estaba siendo moldeado gracias al adoctrinamiento que recibía dentro de la religión que venía practicando desde pequeño. Creo haberle escuchado decir que sus padres eran cristianos evangélicos, por lo que sería razonable suponer que también habría sido bautizado en esa confesión. Estimo que ese era el único motivo de su retraimiento, al menos aparente, lo que le hacía sentirse —como a veces suele uno decir— «como cucaracha en baile de gallinas».

Así como fuimos jóvenes alguna vez, adolescencia que seguro saboreamos un montón, también nos tocó ser la víctima escogida y, en más de una ocasión, de juegos pesados, cuando no de alguno que otro perverso. Refiero lo anterior porque cuando no se encaja en un grupo o eres distinto al montón, si bien ser diferente hasta podría ser una ventaja, con suerte puedes terminar siendo tan solo el centro de las miradas o de risas de los demás, en el peor de los casos, de burlas hirientes, salvo que tras una fachada de aparente tímidez se esconda la de un tough guy capaz de reaccionar o imponerte cuando alguien te intimida.

Ocurría que Frank tenía una personalidad un poco saturnina, de paso, era el típico convidado de piedra: mudo, quieto y grave, su poco interés de participar en la clase y su propensión a evitar los grupos todo el tiempo,  hacía suponer que el recinto universitario y su ambiente no parecían ser el tipo de territorio al que estaba acostumbrado. Todavía recuerdo, aunque de forma vaga, que no paraba de tomar apuntes en un cuadernillo de aspecto infantil forrado en papel color caqui (muy parecido al que acostumbrábamos a utilizar durante la escuela primaria) detalle que en ocasiones era motivo de mofas y risas.

Pese a que en más de una oportunidad compartimos momentos de estudio, nunca dio un asomo acerca de la religión que practicaba, al menos de forma explícita, hasta que un día me mostró una biblia con cubierta de color negro y me preguntó si yo tenía una. Le confesé con honestidad que no creía en los curas ni en la iglesia, que para mí, los milagros y todo aquello de la divinidad de Jesús no eran más que un mito inventado.

«¿Un mito… entonces tú no crees en Jesús?», me preguntó casi con asombro.

Le repetí que no ponía en duda de que hubiese existido como hombre, incluso como carpintero que haya podido ser, pero en su caracter divino de ninguna manera, y que haya realizado milagros, mucho menos. En cierta ocasión cuando repasábamos los pronombres personales para un examen de inglés, me dijo que esperaba la visita de unos hermanos. No sé a qué venía ese comentario que salió de la nada, pero de todos modos le pregunté que cuántos tenía y me explicó que se trataba de los hermanos de su iglesia, que así se llamaban entre ellos. No había nada de relevante en eso, así que no tenía por qué opinar al respecto. Creo que fue en esa ocasión cuando me dijo que era Cristiano evangélico y no católico, no obstante, me dio la impresión de que Frank quería darme un mensaje. De seguidas mencionó algo sobre la tribulación, y creo que en ese momento debió advertir en mi cara algo así como ¿Qué coño será eso?, pues ante mi evidente ignorancia me aclaró que era algo así como que los creyentes iban a ser arrebatados y llevados ante Cristo. Me parecía confuso, para no decir delirante, lo que me estaba diciendo. Luego se desbordó con detalles que no recuerdo bien pero me habló de que el fin de los tiempos se acercaba y que muchos ya no serían curados por la sangre del cordero. Aquello del cordero ya lo había escuchado muchas veces, pero sobre lo otro seguía sin entender un carajo. Debí figurarme que el hermano Frank estaba comenzando a tener desatinos. ¡Mierda!, les juro que sufrí algo así como el llamado “el efecto zaqueo”, necesitaba con urgencia un intérprete para semejante jerga. De habérmelo dicho hoy en día, hubiera podido seguir el hilo de su conversación. En algún otro momento me preguntó si yo tenía un credo en particular y le repetí que ni asistía a la iglesia y mucho menos acostumbraba a rezar. Y aquí vino su observación: Orar, me aclaró, «¡Orar!», como si esa fuera su especialidad y me estuviera iluminando.

Esta singular «oveja» encontraba siempre una corrección que hacer a cuanta pregunta le formulaba, por lo menos en cuanto al aspecto religioso se refiere. Por mera curiosidad, un día quise saber si su grupo religioso solía rezar o confesarse como hacen los fieles que asisten a la iglesia católica. No pasó un segundo sin que saltara con otra corrección:

«Los católicos rezan de la boca para afuera, nosotros, Los Cristianos, oramos en silencio, con el corazón, pero no confesamos nuestros pecados a un hombre sino a Dios».

Me pareció razonable eso último que dijo, sin embargo, no me había quedado clara la comparación, pues su explicación no parecía establecer un juicio cabal de cuál palabra era la correcta, o al menos la más apropiada. Para mí, orar y rezar se me antojaban la misma vaina. En todo caso, y por la forma como lo dijo, me pareció captar algo mordaz en sus palabras, si bien de manera leve. Recuerdo bien que al relatarle una breve historia de lo que me había sucedido años atrás en un colegio católico cuando quise hacer mi primera comunión, tuve la fuerte impresión de que no me había prestado atención, que no le había interesado para nada lo que le había contado, solo me interrumpió de repente y soltó la lengua para decirme:

«Nosotros, Los Cristianos, no creemos en falsos predicadores como esos que llaman «Los Ancianos de los Testigos de Jehova», nuestros pastores son ungidos de Dios».

Y dale con la misma basura. ¿A qué venía ese comentario fuera de lugar? El mismo ataque doctrinal y fanático de siempre, ciego, inflexible e intransigente.

Después de haber escuchado los escarnios disparados contra los curas y otras creencias, creo que cualquiera en mi lugar hubiera percibido el guiño de hostilidad hacia las demás confesiones religiosas y a todo lo que ellas representan. Hoy, al escribir estas líneas, casi 45 años después, me pregunto si aquella suerte de aversión y desprecio a las diferentes catequesis también forma parte del adoctrinamiento que estos «Cristianos» reciben. Y me digo «¿Cachicamo llamando “conchúo” a Morrocoy?»

He podido darme cuenta, en ocasiones dialogando y otras veces tan solo escuchando, cómo los Cristianos Evangélicos «tanto las ovejas del rebaño como sus pastores», «Los Ungidos de Dios»», tal como les llaman sus fieles; así como los Testigos de Jehová «Los Milenaristas Antitrinitarios (Restauradores del Cristianismo Primitivo», quienes no veneran la Cruz sino un palo vertical al que llaman “Madero de los Tormentos”, sin dejar atrás a los Católicos, claro está, se desprestigian unos a otros tildándose con diferentes calificativos, todo lo cual de una manera u otra pareciera reforzar la creencia de que jamás será posible una conciliación entre las diferntes religiones.

Y como hubiese aludido un viejo conocido: «la diversidad de confesiones es libre», no tardó en aparecer en escena un nuevo hermano, esta vez se trataba de un auténtico Testigo de Jehová, menos místico y más alegre que Frank: lo aludiré como Jesús “aunque no precisamente el hijo del hombre”

A diferencia de Frank, por extraño que parezca, a Jesús nada le impedía compartir con sus compañeros de clase o con cualquier otro grupo de jóvenes que no comulgara con su creencia (no es que no tuviera limitaciones “morales o a los excesos”) es solo que este noble ciervo de Dios era muy ocurrente, del todo alegre y reía hasta no parar de sus mismos chistes, los que por cierto, eran de lo más ingenuos.

Todos sabemos que los Testigos de Jehová, al menos los serios, no celebran las festividades navideñas por el hecho de que la Biblia no observa eso en ninguna parte de sus escrituras, y por lo tanto manifiestan que se trata de una costumbre pagana. Tampoco conmemoran ninguna tradición religiosa que no lo enseñe la Biblia, en otras palabras, nada que glorifique a un santo. Por si fuera poco, no adoran a la Virgen maría ni a otros ídolos falsos, ni siquiera celebran sus propios cumpleaños, por lo que no asistirán a celebración alguna de quien no participe de su mismo dogma. En ese sentido, Jesús era algo más liberal, y ello le hizo ganarse la simpatía de muchos compañeros de estudios.

A pesar de que los Testigos de Jehová son muy activos en el proselitismo, jamás vi que Jesús distribuyera por el campus universitario o a alguno de sus compañeros las conocidas revistas de “La Atalaya” o “¡Despertad!”. Pero, cualquiera que aludiera el tema religioso, hablara de la iglesia católica, sobre todo mencionara a los cristianos evangélicos, no perdía tiempo para intervenir y destilar pestilencias con tal de dejar claro su repudio.

«¡¿Congregación Cristiana…?, secta de mundanos no digo yo!», solía mofarse.

Esas fueron sus palabras.

Si algo fastidiaba escuchar, era el fanatismo con que tanto el Hermano Frank como este alegre Ciervo de Jehová atacaban a la confesión contraria. Yo tenía la leve impresión de que tales ofensivas eran de forma deliberada, porque casi siempre se daban cuando uno de ellos se encontraba cercano al otro, ¡qué casualidad! Recuerdo que el campus, donde se ubicaba la Escuela de Ciencias, estaba rodeado por cuatro o cinco edificios o facultades (Ingeniería Mecánica, Civil, Industrial, Eléctrica…) Allí había una pequeña plaza o rotonda donde los estudiantes solíamos reunirnos en torno a una suerte de cubo o monumento de cemento erigido en el centro (lugar de encuentro y paso obligado) para charlar durante las horas libres de clases, con razón le decían la Plaza de las Palomas. Era usual que en ocasiones también nos concentráramos en ese lugar para discutir la resolución de problemas de ingenieía sobre alguna de las 4 pizarras que había ubicadas en cada lado del cubo. Era precisamente allí, cuando coincidían Frank y Jesús, donde se producían aquellas tertulias acaloradas y vilipendios sin sentido. Daba risa notar la manera ridícula como ambos discutían sin mirarse a los ojos.

Para ser honesto, me veo obligado a dejar testimonio de mi pecado (mea culpa), pues de lo contrario no tendría sentido este relato anecdótico. Y es que por el hecho de querer averiguar el motivo de aquellos vituperios disparados al aire, en ocasiones de mirarse de una manera soslayada e infantil, terminé comportándome como el provocador que agita a escondidas la llama entre dos «contrincantes». En todo caso, para no sentirme tan culpable, siempre me repetía “ellos se lo buscaron”.

Como dije en la entrada anterior, ese segundo semestre que dio inicio, mi compañero de estudios, su novia y yo tuvimos la suerte de ver varias asignaturas juntos, así mismo, por cambios que se dieron en la distribución del número de estudiantes por aula, tanto el hermano evangélico como el ciervo de Jehová coincidieron en el mismo salón de clases. Cierta mañana advertimos algo por demás estrafalario, digamos que bizarre. Resulta que mientras el profesor explicaba las derivadas en la pizarra, pillamos infraganti y en varias ocasiones a estos dos religiosos «enemigos pero al mismo tiempo adoradores del mismo Dios» mirándose de manera furtiva. Percatarnos de aquella extraña escena nos pareció de lo más cómico porque era lo más cercano a la estereotipada conducta de dos niños consumidos por la envidia. Y no fue la primera vez que observamos este peculiar comportamiento en estos dos hermanos.

Según creo haberle entendido a Frank en una ocasión, este me explicaba algo como que Dios era un ser divino por naturaleza, que había sido elegido antes de nacer (en cierta forma aquello me irritaba) y para que más doliera, decía que al encarnarse también se convertía en Cristo hombre, por lo que no solo era un ser divino, sino humano también (yo me preguntaba cómo digerir semejante absurdo) Mi compañero y yo se lo comentamos a Jesús (por supuesto, solo para buscarle la lengua) ya que tampoco perdía la ocasión de expresarse y nos dijo que los cristianos no analizaban las escrituras como ellos, quienes hacían sesiones para estudiar la Biblia, y terminó afirmando que los evangélicos no tenían ninguna convicción de lo que decían, y luego dijo algo como que Jehová era el Dios de Abrahán, Moises y Cristo.

Yo seguía sin entender una papa de esos trabalenguas que usaban, Jesús hablaba de manera tan enrevesada como lo hacía Frank, solo que utilizaba expresiones y nombres diferentes. En vista de lo que venía observando, inventé cualquier pretexto para que hubiera una tertulia sana entre ellos. Mi compañero de estudios y yo hasta propiciamos encuentros casuales buscando que ambos se trataran, pero no fue posible. Reconozco que en un principio me alentaba la idea de que tuvieran una confrontación discursiva, donde se ventilaran puntos de vista diferentes para escuchar la interpretación de cada uno, pero tampoco hubo éxito. Era como tratar de acercar los polos iguales de dos imanes, en fin, ante un encuentro accidental, cada cual se daba la vuelta o seguía otro rumbo, a no ser que se encontraran de manera accidental en «La Plaza de las Palomas». Tampoco hubo forma de que se dieran los buenos días y jamás llegaron a saludarse como compañeros de estudios por alguno de los alrededores del claustro, coño, ni modo. En todo momento se ignoraban, al menos de manera disimulada, hasta que ¡Bingo!, el azar favoreció un encuentro inpensado.

Cierto día nos tocó realizar una práctica de laboratorio en grupos de tres. No recuerdo el motivo exacto, pero hubo que llevar a cabo una experiencia al aire libre que requería que ciertos vapores pudieran ventilarse sin riesgo. Fue una casualidad el que hayamos quedado juntos los tres en esa práctica, que bien pudo hacerse en un laboratorio, pero por alguna razón debió realizarse en el campo, además, tal práctica sería evaluada según los resultados de un único informe. Aquella combinación de circunstancias fue mi oportunidad de oro para ver sus comportamientos cuando hubiera que interactuar los tres. Frank me pidió que hablara con el profesor para cambiar de grupo. Le dije que lo haría, pero no lo hice. Juzgué que para Jesús no habría problema alguno de fingir un aparente intercambio de palabras con Frank si no quedaba otro remedio. Por otro lado, mi compañero y yo teníamos la impresión de que Jesús disfrutaba provocando a Frank.

Minutos antes de comenzar la práctica (a sabiendas de que se trataba de un ejercicio obligatorio) noté que ninguno de ellos se miraba de manera directa a la cara, había una enorme tensión entre los dos y por supuesto, todo aquello me incitaba a incendiar de una vez lo que se veía venir. De lejos mi compañero me hacía gestos clandestinos con los ojos como queriendo saber lo que estaba aconteciendo entre ellos. Por mi parte sentí una suerte de hormigueo casi «satánico» dentro de mí, creo que la descarga de adrenalina me fluía más rápido que a ellos. Daba risa observar la manera en que Frank y Jesús hasta ahora seguían ignorándose, mirando el suelo como si buscaran un objeto perdido. Luego comenzaron a mirar hacia arriba o a los lados, adoptando actitudes ridículas, como si el otro no estuviera presente allí, pero yo igual me moría de las ganas de saber en qué terminaría todo el asunto.

El profesor daba unas instrucciones mientras aguardábamos la llegada de un colaborador del laboratorio con una bandeja de muestras. Mi inquietud se aceleraba ante la tradanza del ayudante, por lo que me vi casi forzado a realizar algunas preguntas a Frank y Jesús. Fui al grano y quise indagar algo que había mirado con horror en varias ocasiones por la televisión. Haciéndome el pendejo pregunté por qué un hermano evangélico se caía hacia atrás cada vez que el pastor lo tocaba en la cabeza. Sin perder tiempo, Jesús reaccionó dejando escapar de manera intencional un sonido parecido a un eructo y dijo con sorna algo como:

«Es cuando la oveja se llena del espíritu santo».

Al mismo tiempo que decía aquello, Jesús realizó la pantomima de alguien a quien le hubiese dado una convulsión. Frank lo miró con reservada severidad, aunque tal vez no le faltaron ganas de romperle el culo de una patada, se contuvo aludiendo que el pastor estaba ungido de Dios, y que el hermano estaba gozoso de alabar al señor. Jesús no se reprimió ante la respuesta de Frank, al contrario, volvió a mofarse argumentando que los pastores lo estaban exorcisando, e imitando a una hiena, dejó escapar una retahíla exagerada de carcajadas que todos escucharon en la distancia. Como respuesta, en ese momento comenzó una suerte de intercambio verbal entre ambos, con insinuaciones que llevaban una carga de ironía, las que luego se fueron transformando en insultos. Frank dijo algo referido a la Liberación. Por su parte, Jesús continuó con remedos aludiendo el engaño de la tribulación y el arrebato. Yo no tenía la menor idea de lo que estaban hablando, sin duda que la cucaracha en baile de gallina era yo esta vez. Pero el asunto se puso interesante, pues al fin comenzaron a verse las caras, aunque también Frank buscaba mi mirada y defendió su posición haciéndole preguntas al aire como que de dónde los Testigos de Jehová habían sacado la absurda idea de que solo un número de elegidos serían los seleccionados para ir al cielo y qué ridiculez era esa de que a Jesucristo no lo habían clavado en la Cruz sino en un palo vertical. Jesús no tardó en decir:

«Ustedes Los evangélicos no han hecho más que alterar las escrituras sagradas a su conveniencia…»

Jamás imaginé que por hacer una pregunta, la situación se calentaría de aquella manera. Solo recuerdo que al cabo de unos pocos minutos, los hermanos Frank y Jesús fueron rodeados por un cordón de estudiantes que comenzó a avivar aquel fuego profano, coyuntura que terminó en una especie de trifulca callejera entre dos ciervos religiosos.

La verdad es que si alguien llegó a preguntar por mí, ya había desaparecido y no solo de la escena. Esa fue la última vez que supe de Frank, aunque no del alegre Jesús —con quien tuve un encuentro casual casi treinta años más tarde y estuvimos recordando aquella vivencia—. En todo caso (volviendo a la anécdota) esa fue mi despedida definitiva de una magnífica universidad.

A la mañana siguiente dejé una carta sobre la cama de mi compañero de estudios y me marché para siempre de esa ciudad. Me fui con pena porque dejaba solo a un gran amigo de juventud, ambos solíamos pasar horas estudiando juntos, compartiendo los años finales del liceo y habíamos realizado juntos grandes planes para graduarnos en esa misma casa de estudios. ¿Qué más puedo decir?

Cuánto lamento no haber podido acompañarte como lo habíamos proyectado, viejo, querido amigo…

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